Los delitos de odio no tienen una clasificación específica dentro del Código Penal (Libro II), si no que se encuentran diseminados por todo el articulado.

Por definición, el delito de odio se materializa cuando se ejerce una conducta delictiva sobre una víctima elegida por su encuadramiento en un colectivo, siendo dicha elección fruto del prejuicio, opinión o actitud negativa.

El Código Penal considera como delitos de odio la aplicación de la agravante genérica prevista en el art. 22.4; el delito de amenazas con la finalidad de atemorizar a un grupo étnico, cultural o religioso, o un colectivo social o profesional, o cualquier otro grupo de personas del art. 170.1; contra la integridad moral (art. 173), discriminación en el ámbito laboral (art. 314); incitación al odio (art. 510); denegación discriminatoria de prestaciones públicas o en sector empresarial de los arts. 511 y 512; asociación ilícita para cometer un delito discriminatorio (art. 515.4); conductas contra la libertad de conciencia y los sentimientos religiosos (arts. 522 a 525); y los delitos de genocidio y de lesa humanidad previstos en los arts. 607 y bis.

Hay que diferenciar el delito del discurso de odio, ya que este último busca generar un clima de odio o discriminación, y provocar acciones sobre grupos de personas y sus integrantes. Para ello, se emplean medios de comunicación de gran difusión y, por tanto, su imputación como conducta delictiva tiene la dificultad de conocer con rigor la amplitud de su concreción.

Para recibir la calificación de víctima de delito de odio, la persona debe estar encasillada dentro de los colectivos que se relacionan en los arts. 22.4 o 510 CP (grupo ideológico, nacionalidad o raza, sexo determinado, identidad sexual…). La jurisprudencia rechaza que los grupos incluidos deban encontrarse en una situación de vulnerabilidad actual o pasada, pues lo que se protege es la igualdad, como valor superior del ordenamiento jurídico.